🔥 ¿Y si ya nos merecemos una revolución?

Envidio las revoluciones

Reconozco que a veces envidio la Revolución Francesa… y la Bolchevique.

Sé que lo que voy a decir en este artículo va a ser polémico. Que habrá quien no esté de acuerdo con mis reflexiones. Para ellos, va todo mi respeto, y espero que tengan la misma deferencia conmigo.

Esto no va de signos políticos, sino de ideas. De realidades. No hablo de izquierda o derecha, sino de arriba y abajo.

La historia no perdonó a Luis XVI. Ni al zar Nicolás.
Hoy, nuestros políticos no temen al pueblo.
No porque sean mejores…
Sino porque el pueblo ya no se levanta.

El pueblo que se levantó

La historia nos enseñó lo que pasa cuando el pueblo se cansa de obedecer. Hoy, las plazas ya no rugen. Las guillotinas no se levantan. Pero los motivos siguen ahí, sangrando en silencio. Quizá no falten razones… quizá falten agallas.

¿Por qué envidio aquellas revoluciones?

Porque, independientemente del color de cada una, simbolizan lo mismo:
un pueblo que se levanta contra sus dirigentes por hartazgo, indignación, desesperación…
Porque ya no puede más.

El resultado fue el mismo:
acabar con el orden establecido, y con quienes lo sostenían.

Luis XVI murió guillotinado. El zar Nicolás II, ejecutado junto a su familia.
Los dirigentes de entonces temían al pueblo. Y con razón.

La ejecución de la familia Romanov, julio de 1918.
Cuando el pueblo se levanta y la historia se cobra su deuda con sangre.

La ejecución de la familia Romanov en julio de 1918 marcó el fin de una era. No fue un acto de justicia. Fue un acto de ruptura. Un símbolo del momento en que el pueblo dejó de pedir permiso.

Hoy, el poder no teme

Hoy nuestros dirigentes no tiemblan.

Desde sus palacios, sus despachos o sus búnkeres blindados, gobiernan sin miedo ni pudor.
Arrastran a sus pueblos a guerras sin sentido.
Mantienen a la ciudadanía al borde del abismo para perpetuarse en el cargo.
Toman decisiones que agrandan la brecha entre privilegiados y olvidados.

Y la clase media… desaparece ante nuestros ojos.

Temen a las encuestas, a los trending topics… pero nunca al pueblo.

La política no va de valores

Por mi formación económica lo sé:
la política no va de ideas. Va de dinero.

Se trata de cómo recaudo, cómo reparto… y cuánto me quedo.
Las guerras no se libran por libertad ni por justicia. Se libran por gas, por petróleo, por minerales raros.
A veces, por limpiar el stock de misiles antes de que caduquen.

Siempre hay un interés detrás. Y no suele ser noble.

Aplausos y borregos

Llega una pandemia. Y nos encierran.
¿Protestamos? No.
¿Debatimos? Apenas.
¿Obedecemos? Siempre.

Asumimos que lo hacen “por nuestro bien”.
Y, como borregos bien entrenados, cumplimos.

En mi país incluso hubo manifestaciones… contra el virus.
Una tragicomedia.
Como si el Covid fuera a recular ante una pancarta.

Los dirigentes siguen tranquilos, en su poltrona.
Falsean cifras. Fabrican datos.
Y nosotros… aplaudimos.

¿Democracia?

Nos dicen que vivimos en una democracia.

Pero ¿lo es?

Si vivo al borde de la pobreza, y me dan una limosna que apenas me mantiene…
y además me repiten que “si vienen los otros te la quitan”,
¿a quién voy a votar?

¿Eso es libertad?
¿O chantaje emocional disfrazado de urna?

A veces no votamos a quien queremos,
sino al que menos miedo nos da.
Eso no es elegir. Eso es resignarse.

89 segundos para el fin

En 1947, un grupo de científicos —entre ellos Einstein y Oppenheimer— creó el Doomsday Clock.

Un reloj simbólico para medir lo cerca que estamos del fin del mundo.

En 2025, ese reloj marcó 89 segundos para la medianoche.
El momento más próximo al colapso global desde su creación.

Y sin embargo… nada cambia.

89 segundos para la medianoche.
El reloj del fin del mundo no es una metáfora literaria. Es un diagnóstico. Y no está en manos de poetas ni visionarios, sino de científicos. ¿Y tú? ¿Vas a seguir mirando la hora, o vas a hacer algo antes de que dé las doce?

Mea culpa

Y aquí, yo también entono el mea culpa.

Tengo un trabajo estable. Una familia tranquila.
Una vida que no arde, pero tampoco se hunde.

Y pienso:
¿Para qué meterme en líos?
¿Para qué agitar las aguas?

Y ese es el problema.

No queremos levantarnos.
Ni protestar de verdad.
No representamos una amenaza para quienes deberían servirnos.

Y así, seguimos igual.

No es sangre. Es dignidad.

No, no quiero caos ni anarquía.
No pido violencia.

Pero sí una revolución.
Una que devuelva la dignidad al poder.
Que lo ocupe quien lo merezca.
Y no quien sepa manipular mejor al sistema.

He estado viendo Andor, la serie del universo Star Wars.
Allí, la chispa de la rebelión solo prende cuando un planeta entero cae.

Y me pregunto:
¿Y si ya ni eso nos bastara?

¿Y tú, qué piensas?

No tengo todas las respuestas.

Pero me gustaría saber la tuya.
¿Qué podemos hacer cada uno, aquí y ahora, para mejorar lo que nos rodea?

Porque si el mundo está así…
y no hacemos nada…
quizá, tristemente, ya nos merezcamos una revolución.

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